martes, 21 de julio de 2009

de lejos

Foto de Esperanza Barrón

La lluvia me despertó

Un viento suave despide al agua de las nubes

Huele a café

Acaricio la emoción desbordada y abrazo desde lejos a quienes no conozco

Sólo tengo a mis hijos para saberles


viernes, 17 de julio de 2009

un cuento para no llevar

Un vuelco al corazón en un instante. El celular es la vía para un anuncio que me estremece. Las palabras no salen bien, las manos son torpes, las zapatillas: un estorbo.

¿Dónde está mi hijo? ¿Quién se lo llevó?

Como nunca, los carros son lentos. Los semáforos traicionan. Maldigo. Y otra llamada disminuye el temblor al volante. Acá me lo traen. Ven.

Tragicomedia, ironía latente. Faltan más días para la opresión en el pecho, para las lágrimas. Más días para mirar si la luz del teléfono es una señal para la sonrisa o el desencanto.

Y entonces quisiera irme, pero la princesa y el pequeñito me abrazan...

lunes, 13 de julio de 2009

Contra las piedras el sol



Por Carlos Sánchez


Para Bernardo Martínez, el Naro, con ganas de que abandone pronto el hospital


Que un mecánico no tiene la capacidad para la palabra. Que las herramientas le endurecen los intestinos, el habla, las manos.

Al mirarlo en la banqueta, con su espalda sobre el poste, acariciando con los labios el peltre de la taza, me rebota la frase de un músico del barrio, que mientras rascaba las cuerdas, decía un poema de memoria.

En la enredadera con flores moradas, existe el viento. Su panza le dificulta la respiración. Es el mecánico de la esquina que mira siempre hacia el infinito, en sus minutos de reposo, cuando ya los pájaros en vuelo anuncian la tarde. Se pone el sol contra las piedras del cerro, abajo en el baldío juegan los niños con una pelota de cuero.

Los poemas siempre mienten. Al menos los que decía (¿o dice?) el cantante del barrio, el que ya de él sólo su recuerdo. Porque no ha vuelto más a los callejones, a ganarse con su voz un trago de cerveza, una dosis de marihuana, la mitad de una píldora.

Y mienten los poemas porque son determinantes en sus versos. O porque vienen desde el
estómago de quienes escriben.


Al ver los ojos del mecánico, mirando hacia donde yo nunca he podido mirar, extraviadas sus pupilas por entre los cables de la luz, como si intentara con la nostalgia de sus párpados impulsar más el vuelo de las aves, he llegado a concluir la mentira de la poesía.

Me pongo de pie sobre la tarima del recuerdo, en ese sonsonete del cantante del barrio, y evoco uno a uno los versos. Que un mecánico no tiene capacidad para la palabra. Escudriño el contenido y difiero o coincido. Me aferro al fuego en los ojos del mecánico y su estómago inflado, en su instante de reposo contemplativo. Y para qué las palabras, me pregunto. Y para qué la poesía en voz, en letras, si el silencio se convierte en certeza de veras.

Hace unos días que me acerco a esa banqueta, al poste, en la hora de la puesta del sol contra las piedras. Hace unos días que la grasa en las manos del mecánico, sus uñas deshechas, el ruido trémulo de su garganta que sufre la respiración, se convierten en una cita insoslayable.

Antes era treparme a la barda del taller para verlo dirigir esas máquinas. Desde niño me seducía el ruido en los metales, y ver las figuras refinadas y llenas de curvas. Esto es un cigüeñal, estas las válvulas, acá los pistones. Escuchaba cómo el mecánico hablaba para sí solo, y tenía en su tacto el cálculo para saber cuándo una pieza estaba lista para entrar en el motor. Rectificaba el rumbo de los fierros.

Vinieron después los días de mirarlo en la banqueta. Los hijos llegaban a veces y le decían unas cuantas frases. Él sólo asentía con la cabeza, o negaba en un movimiento lateral de su mirada. La esposa tiraba en ocasiones un mantel sobre el cemento, él pelaba cacahuates y sorbía un refresco oscuro. Se trepaba de nuevo en el vuelo de los pájaros, en los pies de los niños tras una pelota de cuero.

Un día miré sus ojos en mis pies descalzos. Dijo mi nombre y me convocó a su lado. Tu papá era mi compadre, comentó. Y de la bolsa de su pantalón extrajo una cartera de piel negra, tan deshecha como las uñas de sus manos. Mira esta foto, el de la derecha es él, el de lado izquierdo, yo.

Ambos sujetaban un venado de los cuernos. El de sombrero café con plumas de pavorreal, era mi padre, al que por vez primera veía en una fotografía. Antes lo hice, sólo que en la imaginación, en sueño, o en esas ocasiones que bajaba del cielo para acompañarme a la casa de mi abuela Rosa.

El mecánico me contó, mientras tocaba con su dedo índice el rostro de mi padre en la foto, que fue su amigo más cercano, que juntos descubrieron caminos en esas noches de cacería, que ambos jugaban al béisbol, que alguna vez construyeron un taller de torno y soldadura, que tengo varios hermanos en estados unidos y que tienen los mismos ojos que yo.

Sus hijos, los vecinos, quienes me vieron sentado al lado de él, sintieron un eclipse en sus miradas. No daban crédito, porque el mecánico no dialogaba con nadie. También me impresionó su desenfado al explicarme esa parte de mi historia, la que nunca antes había escuchado.

Siguieron las conversaciones, el ritual contemplativo en la puesta del sol contra las piedras.


Una de todas las tardes llegué puntual a la banqueta. En la radio sonaba Algún lugar encontraré, esa canción que interpreta el argentino León Gieco. No recuerdo si noté la ausencia del mecánico. Destapé el termo, serví café, a media taza y al final de la canción pude ver la desbandada de pájaros estrellándose contra las piedras.


Mientras el impacto de las aves llegaba a mis oídos, el grito desesperado del mecánico me insistía que cambiara de posición mi cuerpo, porque ya el sol reflejándose en la taza, les modificaba la luz a los pájaros hasta encandilarlos. Nunca antes viví un llanto tan niño.

lunes, 6 de julio de 2009

Deshojando margaritas

Ya se acabó este asunto de las elecciones...relativamente.
A lo mejor reaparece...
Se me antoja un sushi...
Risita de nervios.