lunes, 10 de mayo de 2010

Periodismo y cultura, modelo para armar


Foto: Maqroll Sánchez Olay

Hace mucho imprimí este articulo de la periodista colombiana Adriana Mejía. Desafortunadamente no escribí al calce la fuente ni el año, adivinemos. El asunto es tan vigente y me recuerda tanto lo que vemos y vivimos que me di a la tarea de capturarlo para ustedes, los que gusten invertir cinco minutos de su tiempo en esta lectura. Con un café en los labios, qué mejor.

Por Adriana Mejía

La escritora sudafricana Nadine Gordimer, Premio Nobel de Literatura, alguna vez en una entrevista, traída nuevamente a cuento gracias al reconocimiento reciente, citó un proverbio chino: Saber y no actuar, es no saber. Lo dijo hace muchos años Wang Yang-Ming – precisó la autora- y es un pensamiento lúdico que debería llenar de vergüenza a tantos escritores, tantos artistas de tantos países oprimidos que prefieren hacerse los locos, los ciegos, los sordos, los mudos en medio del infierno que vive su gente. Yo me atrevo a añadir que llenaría de vergüenza también a tantos periodistas inaccesibles y esponjados que confunden sus deberes con sus derechos, y que en lugar de servir a la comunidad, se sientan cómodamente a esperar que ella, la comunidad, les rinda pleitesía. Nos tomamos muy en serio aquello de Cuarto Poder (no en el sentido estricto de la responsabilidad) y eso se nos ha subido a la cabeza. Trastocamos los conceptos de testigos y protagonistas de la historia. Parece ser que los segundos están ganando la partida.
Muy lejos está Colombia, para no mencionar otros países, de contar con un periodismo cuyos lineamientos estén trazados por una búsqueda constante de la verdad, del bien común, de inconformismo, de los desprestigios, de la función social, de esa raíz humanista que le dio vida a la profesión y que debemos (tenemos) que reivindicar. Aquí nos copan el tiempo, el poder y los boletines oficiales.
Es que el asunto es de fondo. Hablar de periodismo cultural, o de periodismo y cultura, o de cultura y periodismo, se ha puesto de moda, como de moda se han puesto la minifalda y el ciertamente. Con muy buenas intenciones se organizan foros, seminarios, encuentros… importantes por el debate que suscitan, pero insuficientes porque no trascienden la teoría y el diagnóstico. La cultura en nuestro país está sobre-diagnosticada, ya es hora de que divaguemos menos y trabajemos más.
La palabra cultura ha tenido connotaciones hegemónicas, aristocráticas, exquisitas, excluyentes y por qué no decirlo, aburridoras. Y un buen periodista cultural ha sido el que, como directorio telefónico, se empaca de todo ese mamotreto nacional de las bellas artes, con teléfonos, direcciones y amores difíciles incluidos, erigiéndose muchas veces en crítico y pontífice, aunque sus argumento tengan la solidez de una cometa al viento.
Aparentar un mar de conocimientos (con un centímetro de profundidad) no es, no puede ser, nuestro quehacer. Amo las bellas artes pero estoy convencida de que si bien son cultura, no son La Cultura.
La cultura no puede seguir siendo un teléfono rojo que comunica a unos escogidos con otros escogidos, pasando por encima y dejando de lado a la masa inculta, que sólo digieren pan y circo. La cultura somos todos: los de arriba, los de abajo y los de la mitad. Las luminarias del escenario del Teatro Colón en noches de gala y las lucecitas que encienden los pescadores del Magdalena en noches de subienda, cuando pican los bocachicos.
Su fuente está en la médula del pueblo, la corriente es la que aflora hasta la epidermis del Estado, no para que éste la emplee como arma politiquera tan usada y abusada en todos los sistemas, sino como un fenómeno social que todo gobierno debe ayudar a preservar, fomentar y proyectar, sin paternalismos ni imposiciones, porque la cultura gubernamental es despreciable.
La cultura no se reglamenta, se asume; no es un privilegio, es un derecho inherente a nuestra condición humana, con o sin Constituyente.
Hay que reconocer, sin embargo, que bastante hizo ésta con caer en la cuenta de que Colombia es un país multiétnico y pluricultural, y consignarlo por escrito en la nueva Carta.
El malentendido que existe con relación al papel que los periodistas (culturales o no) estamos en la obligación de ejercer respecto a la cultura, viene desde la universidad que nos proporciona técnicas y herramientas para ejercer un oficio, más no bases filosóficas para sustentar una profesión eminentemente social, en cuyo ejercicio podemos despertar, en cada ciudadano, su capacidad de apropiarse del mundo y crear.
El buen periodista lo es desde antes de ingresar a una facultad, aunque la importancia del aspecto académico en la formación integral del profesional, no se discute. Sí se discute que las aulas, ellas solas, arrojen al medio periodistas idóneos. El asunto no es de pizcas, gramos y cucharaditas dulceras, estilo recetas de cocina. El buen periodismo no resulta de fórmulas; es personal y universal al mismo tiempo, producto de una compulsión interna que se cuece a fuego lento. Es una actitud frente a la vida, una toma de posición (la objetividad es un sofisma de distracción), un compromiso de transformación con la sociedad y el momento histórico que nos tocó vivir. Es entender y hacer entender.
El periodista polaco Ryszar Kapuscinski, testigo y cronista de los procesos independentistas en Asia y África, un grande de este siglo por derecho propio, no cabe duda, dice: El periodismo tiene como tarea principal el hacernos comprender. Si comprendemos somos tolerantes, capaces de amar a nuestro semejante, por más que su piel sea de un color distinto, sus ideas contrarias a las nuestras, o de costumbres extrañas… ser periodista es ser traductor de una civilización a otra, de una mentalidad a otra, que es de todo lo que se compone el mundo en que vivimos. Traigo estas palabras no sólo porque son hermosas, sino porque adquieren toda su dimensión, en una ciudad rica en matices y noticias, como lo es mi ciudad, Medellín.
En la recta final de la década de los ochenta, Antioquia toda, muy especialmente los municipios de Medellín y el Valle del Aburrá, se encontraron envueltos y arrastrados en un remolino de violencia urbana que cogió a sus habitantes fuera de base y a los periodistas tan ocupados con la chiva, la exclusiva y la última noticia, que… no supieron qué hacer. Y no porque el sicariato, el secuestro, la delincuencia organizada y las bombas no hubieran atacado por la espalda, sino porque saber y no actuar es no saber. Más cómodo fue posar de miopes frente a la ausencia de calidad de vida en cuarenta barrios a los que, por no molestarnos en conocerles siquiera el nombre, encostalamos con el sello de Peligro-Comuna Nororiental. Más cómodo fue eso digo, que cuestionar, despertar conciencias, aportar ideas, entender y hacer entender lo que allí se estaba gestando.
No necesariamente atacábamos la comuna, la ignorábamos. Construimos con nuestra omisión, a su alrededor, un muro de Berlín invisible pero efectivo; nos volvimos dos ciudades en una y, claro, nos estrellamos. La no-ciudad, repleta de edificios de cemento, de calles, de carros y de gente, hizo ¡pum! Vivimos lo que pudo ser y ya no es más una ciudad, en palabras del profesor Francisco de Roux. Ahora intentamos reconstruirla, se empieza a notar.
El no saber qué terreno pisábamos, nos convirtió en este último tiempo en francotiradores de noticias, caza-cifras de muertos, muy poco más. ¿Dónde estaban la perspectiva, la capacidad de análisis, de ubicación, de contextualización? Tal vez en el mismo costal en el que habíamos dejado a medio millón de personas, casi la mitad de ellas menores de diecinueve años, habitantes de la tristemente célebre Comuna.
Desempeñamos el papel de simples espectadores, coincidiendo en ese momento con el que Maruja Torres, periodista española, sintió mientras cubría la tragedia de Armero: Por primera vez pensé que esta profesión es un jodido asunto que te vacía por dentro y sólo te ofrece el privilegio de un asiento en primera fila para disfrutar del espectáculo de la impotencia. Una triste carta, que de ser así, no vale la pena jugársela.
La ciudad estigmatizó a la Comuna y el país estigmatizó a la ciudad. Ser de Medellín era ser sospechoso de algo, mientras no se demostrara lo contrario. Los corresponsales de prensa extranjeros nos invadieron, el interés mundial se detuvo por más tiempo de lo acostumbrado, en el placer morboso de describir nuestra violencia. No interesaba llegar hasta las raíces para dar con posibles explicaciones, sino saber en cuál árbol había quedado un pedazo de falda, o de brazo, o cómo se desgarraban de dolor frente a las cámaras los familiares de las víctimas, casi siempre inocentes. Pura hojarasca que impedía mirar el fondo.
Los mismos compatriotas nos endosaban, y nosotros como que nos estábamos dejando (los violentólogos se dieron silvestres), una tenebrosa característica de cultura de la violencia. Nada más contradictorio.
Violencia es muerte y muerte es ausencia de cultura. La cultura es vida, reaccionamos en Medellín. Tal vez por eso no nos espantan términos utilizados en otras ciudades que llegaron a corrernos como al diablo. Medellinización por ejemplo. Volteamos la torta y nos encontramos con el calificativo apropiado para una ciudad que, con todo y sus grandes errores, explora alternativas de futuro para lograr la convivencia pacífica entre sus habitantes. Eso sí es cultura.
Conocer la ciudad en la cual vivimos, buscar nuestra verdad en la historia (una historia variante y subjetiva porque es la historia de los hombres), aceptarnos como somos (sin llorar lo que hicieron o dejaron de hacer los españoles hace 500 años), reconstruir el pasado desde hoy, asumir el mestizaje como la nueva identidad tan claramente descrita por el peruano José María Arguedas: El indígena se repliega, el blanco arrasa, el mestizo tiene claves culturales de los dos; es el único. Es un bastardo, el único que tiene futuro y que podrá producir una cultura. No podemos hacer cultura aislándonos y levantando fronteras; para sobrevivir es indispensable tener vocación universal. No hay que rechazar lo extranjero porque sí, hay que estimular de adentro una respuesta.
Entre bellas artes y cultura como un todo, los periodistas culturales tenemos que encontrar el punto adecuado, sacándole el cuerpo a la información mercantilizada y a la noticia como espectáculo, el fetiche de la actualidad inmediata que tanto desvaloriza la permanencia. Tenemos que enriquecer y diversificar temas y personas a quienes nos dirigimos para escaparnos de la uniformidad acartonada de los medios, para evitar que el poder legitimizador de los mismos excluya del panorama a la cultura que no accede a la gran prensa. La provincia que llaman, suele ser tratada con indiferencia en su dimensión cultural; también la cultura ha estado centralizada en la capital. Y sólo en la medida en que más diferencias convivan en nuestra información cultural, más culturales seremos.
No creo posible, sin consecuencia, que nos llamemos periodistas culturales (todos los periodistas debemos serlo) cuando reseñemos un concierto para violín y flauta, mientras la ciudad hierve a nuestros pies, tan ancha y tan ajena. Bernard Henry Levy en su libro Elogio a los intelectuales, se preguntó: ¿Para qué los intelectuales? Según él ya no son lo que fueron. Dejaron de servir, abandonaron su papel, la preocupación del otro, la ilusión de un mundo donde prevalecerían los valores universales, el retraso del mundo en su complejidad, la búsqueda de la verdad. ¿Para qué los periodistas culturales? Nosotros tenemos la respuesta. Saber y actuar sí es saber, señora Gordimer.

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